lunes, 12 de octubre de 2015

Cuatro compases en blanco.

                             


Las sombras tienen una peculiar manera de abrigarse. Igual que el resto de los vivos, encogen levemente sus hombros y apuran el doblez de sus chaqueta; pero al contrario que el resto de los vivos, a ellas nadie las ve sintiendo ese frío. Algunos incómodos observadores tienen la inoportuna determinación de intentar hacerlos visibles, lo cual tiene algo de honrado y épico propósito, y bastante más de inequívoco salto al vacío, porque estas sombras hacen uso de su invisibilidad, como los topos sacan provecho de los laberintos oscuros o como un aspirante a actor aprovecha el instante de debilidad del primera figura que ha de sustituir. Las sombras viven, pues, en el equilibrio inestable entre la luz y la oscuridad, entre el destino que los acecha y las carreteras secundarias que ofrecen cuatro compases en blanco. En ese lugar extraño entre la improvisación y el talento, entre el hacer lo que se debe o esperar al siguiente autobús, habita toda la fuerza de la sombra. Cuando se acabe, la sombra muere tenuemente, debe volver al hueco que deja su propia opacidad y necesitará volver a abrigarse.

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En el Círculo de Bellas Artes de Madrid se está proyectando un interesante ciclo dedicado al jazz en el que han salido de entre las tinieblas las Shadows de John Cassavetes (1959). Mientras tanto, en otro lugar físico mucho más cercano a estas sombras que a nosotros, el viejo periodista del New Yorker Joseph Mitchell, otro incómodo observador de sombras que, con la compañía ensombrecida de su sombrero de paja, sigue buscando historias, coge unos siete autobuses diarios, espía sus conversaciones, visita a los pescadores del muelle 9, escucha los lamentos del señor Gaviota y encuentra sin esfuerzo un tesoro en los asientos vacíos de la memoria de un cine de verano. Dicen que Mitchell ha muerto en 1996, yo creo que tan sólo ha perdido cromatismo.
Una cierta biografía que algo tiene de honrado y épico propósito pero menos de inequívoco salto al vacío, nos ha hecho saber que Mitchell inventaba algunas de las historias de sus sombras, que el señor Gaviota no era un gran estudioso de la literatura oral, que el viejo Flood no era más que un pastiche de varios personajes de esos que se abrigan sin que nadie los vea, y que él se saltó la sacrosanta ley de la no-ficción periodística. Muchos hoy ya no lo encumbran como el gran retratista de las sombras del Nueva York del new deal y de las mafias, del bebop y de los batidos de fresa. En cambio, para aquellas sombras que sobran, para quienes viven deslizándose entre el destino que los acecha y las carreteras secundarias de un solo de trompeta, Mitchell ha convertido su honrado y épico propósito en su inequívoco salto al vacío. Ya es una sombra. Una sombra mucho menos luminosa pero mucho más cierta.

http://www.nytimes.com/2015/05/24/books/review/man-in-profile-joseph-mitchell-of-the-new-yorker-by-thomas-kunkel.html?_r=0

http://www.circulobellasartes.com/ciclos-cine/jazz-jazz-jazz-2/



martes, 6 de octubre de 2015

Praga, año cero.



No eran las cinco en punto de la tarde, era mucho más temprano. Aún no habían dado las ocho. Josef Koudelka acababa de desayunar en el restaurante del hotel en que le habían alojado los responsables de la exposición y ahora, con el brío que da el primer café de la mañana, se encaminaba a ver los cambios en la iluminación que la noche anterior había pedido. Era una mañana de pleno verano y hasta se agradecía madrugar siempre que ello significase hacerle un despiste al calor de Madrid, la única nota discordante en un viaje que estaba apresurándose a apreciar antes de su vuelta a casa. Su trayecto era breve pero intenso, memorizado a golpe de necesidad como suele ocurrir en los viajes a ciudades que uno conoce pobremente. El paseo de Recoletos parecía como detenido, lleno de huellas de sus ausentes viandantes, y tan solo visitado esporádicamente por un taxi sonámbulo que soñaba con una carrera decente que le permitiese ir a casa a acostarse. 
Aquel silencio enseguida le hizo pensar en aquella vieja foto que le había dado la fama internacional. La revista Life la había elegido de entre un manojo de disparos frenéticos ocurridos en aquella fatídica mañana de miércoles, un 21 de agosto de 1968. Koudelka había sentido eso que ocurre solo en muy contadas ocasiones, estar viviendo la historia en directo. Una historia demasiado negra para ser inocente pero demasiado única para ser cobarde. Hubo muchas fotos valiosas ese día pero aquella foto estática y banal acabó por llevarse la palma. No era compleja técnicamente, ni violenta políticamente, ni siquiera era una foto hermosa. Ese disparo, ese latido, no valía más que por una razón, y era una razón pequeña. Aquella foto valía porque era la primera. Una foto previa al abismo, al momento del cambio. 
Era el año cero de Praga, otra mañana ardiente.

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Madrid acoge este otoño una retrospectiva sobre el trabajo de Josef Koudelka en la sala de Bárbara de Braganza de la Fundación Mapfre. Estará aquí del 12 de septiembre al 29 de noviembre y merece la pena acercarse para descubrir a un fotógrafo de largo y complejo trabajo, que, como ocurre en tantas ocasiones es célebre tan sólo por una de sus tantas facetas. Su obra podría estar resumida por la palabra huella, desde sus maravillosos retratos de gitanos, rostros de pureza llena de barro y de tiempo y de música, hasta sus panorámicas sobre las ruinas, hijas de la memoria de todo lo que lo humano ha consagrado a lo inhumano. Pero la huella está sobre todo en el lugar en donde uno no la busca, o no la espera. Y la huella de Koudelka se paró en el reloj aquella mañana ardiente. Aquella jornada fatídica dedicada a derrumbar a golpe de tanque tantas esperanzas ingenuas. Y sin embargo, lo que Josef Koudelka recuerda no es más que una calle vacía.




http://exposiciones.fundacionmapfre.org/exposiciones/es/josefkoudelka/